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Yo, la peor de todas

Yo, la peor de todas

Eduardo Médici

Del 14 de Septiembre al 07 de Octubre de 2006  - Entrada: libre y gratuita

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Inaugura jueves 14 a las 19 hs.

Texto de Liliana Lukin

Ella, La Esfinge, el oráculo, lo masculino-femenino, en la violencia y melancolía de ser, siempre, sujetos de una pregunta que sólo el cuerpo puede responder, Ella es los problemas, acertijos, rompecabezas, la materia de lo visible que mancha las telas. Las mujeres de Médici, al contrario del ideal de La Muda, están allí para mostrar que hablan: murmullos, susurros, monólogos apenas audibles, retazos de conversaciones, lo que habla en la boca que habla, la voz de una angustia que gime, lleva al grito. Pero la boca abierta también con-voca a ser penetrada, por eso muestra los dientes: boca cuya potencia es morder. Cerrada, está re-marcada, pintada, pintarrajeada, borroneada, una operación cuyo autor, cuyo actor, puede bien ser ella misma. Yo soy Otro dice Rimbaud, pero Eduardo Medici dice Yo soy Otra. Ironía, humor, el núcleo duro de una conciencia alertada que se propone, cada vez, lo que muestra. En esta nueva serie todo proviene de un antes donde ya jugaba ese conocimiento, el concepto de que una pregunta de Lo Mismo es el destino de un sujeto creador. El presente absoluto de algo que ya no está (experiencias con viejas fotografías) deviene el presente absoluto de la imagen futura, el simulacro digital, el retrato disgresor (con paisaje de falsos oropeles, cuentas de vidrio, decorados para velar rostros) es ahora el rasgo primario, el trazo dramático en la pintura de un cuerpo entero, cada vez más crudo, que a veces se suaviza con una naturaleza estilizada rodeando la aparición de lo “demasiado” humano. Pero sobre todo, debajo de todo, hay un deseo de desnaturalizar amorosamente el cuerpo femenino (peluca de muñeca o rasgos de una iconografía de la publicidad), un deseo incluso de animalizar el cuerpo deseado, y hay que escuchar esta frase: Médici desea esos cuerpos, desea, entonces, ser eso: cabelleras leoninas, la pose del felino, la fijeza del gesto como ante el arma de un cazador, códigos privados...de sentido, donde cada cuerpo ES su sentido. Ante esta extrema exposición de una subjetividad, el artista despliega el gesto ambiguo de oposición y contraste, como variaciones para equilibrar su propia desnudez: desarreglar la belleza del artefacto parlante, des-pintar en esos rostros el cruce de caminos, señalar sólo el desvío. Como la modelo es el fantasma deliberado del modo de una Historia ya pintada, esas mujeres ven desde SUS ojos, los de Médici, a Klimt, a Schiele, a Redon, a Witkin, a Munch, a Médici mismo. Porque son los ojos del artista, la ficción de sus propios ojos, su color, fuertemente delineados, lo que acecha en las caras de ellas. Esos ojos escrutan nuestra incomodidad, provocan, en la ficción de esconder para revelar, un efecto de mirada hipnótica del que no podemos desasirnos. ¿Quién nos mira, qué nos mira allí, en ese blanco infinito? Desde esa mirada que le pertenece al pintor, el andrógino asoma para decir que sabe, pero Médici, jugando con el equívoco, nada explica. Se trata de frustrar la necesidad del otro de asegurarse un sentido, como quien dice un seguro de vida, allí donde la mirada ofrece sólo riesgos. Si “el hombre ficcionado de erotismo se feminiza, se materializa, retorna al registro materno (materia y madre tienen el mismo origen como tienen la misma etimología)...” esta ficción que Eduardo Médici construye, esta sub-versión del erotismo y del dibujo, inventan una lengua: los cuerpos que se cruzan son ecos travestidos de otros cuerpos, en la forma de lo femenino irrumpen los ojos masculinos de un Yo que firma, duplicando la mezcla, la comunión, el juego, ad infinitum. Nada parece narrarse, pero la historia que se da a ver, ahora vuelta íntima, secreta, desplaza las figuras a una escena necesariamente pública, sonorizada: el ojo masculino escucha, escruta impiadoso o espía sesgado, siempre desde un cuerpo de mujer, lo que un hombre desea saber.

ARTISTAS PARTICIPANTES

 
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