El trabajo de Tulio Romano
La práctica del arte es un trabajo. Un trabajo peculiar, autónomo; a veces inconstante; temperamental, idiosincrático, equívoco, apasionado y obsesivo las más de las veces; conflictivo y asombroso, pero trabajo al fin. Quiero decir: dotado de exigencias, continuidad y regularidad variable siempre es trabajo. Es ir al taller a diario -o casi a diario- y trabajar.
Es tener buenas ideas, a veces pocas ideas, otras desbordar de ideas. Buenas ideas, ideas mediocres, algunas ideas. Y trabajar.
Vivir y vivir en el taller. La mitad de la vida, a veces más, a veces menos, pero acompañados día y noche, día tras día, año tras año por esa sombra, apegada y demandante.
(Recuerdo aquí la escena de salir un día al patio delantero de la casa de Tulio en Villa Allende y toparme, en el camino a su taller inmediato, con una serie de troncos de árboles caídos -¿eucaliptos, paraísos?- recogidos en los alrededores: los recuerdo como imágenes de la promesa del ciclo continuo, inagotable).
El trabajo del arte se elige, y las razones siempre permanecen insondables. Pero la sospecha es que siempre somos mejores en nuestras obras. Lo real se impone, ya no hay dueños, pero somos eso. O sea: el trabajo del arte tiene este premio, lo hecho se nos devuelve como entidad.
Todo esto sabemos que puede acarrear una solemnidad aplastante, y quizás haya sido ese fantasma, el de una solemnidad mortuoria, lo que ha alentado toda una tradición rioplatense de echar mano al humor y la ironía como una constante en el quehacer, y gesto central en la construcción de las obras. Pienso en artistas como Molina Campos, Juan de Dios Mena o Antonio Seguí, por ejemplo.
El trabajo, el discurso y la sonrisa.
El humor es fuerte y permanente en la obra de Tulio Romano, pero corre paralelo a una incesante preocupación por la precisión y el refinamiento en la talla y el trato de los materiales. El dibujo de sus figuras es impecable. El tratamiento de la madera -sobre todo y casi siempre la madera- en sus diferentes aspectos y momentos siempre es precisa, delicada y muy apropiada al carácter de cada obra.
Tulio Romano sabe decir y sabe hacer, se esfuerza y parodia el esfuerzo a través de gimnastas que como alter egos persiguen lo indecible.
Se arriesga al color, y lo hace bien. El color en sus obras recuerda que la escultura también nació para ser pintada, o que ser pintada es una propiedad que le es afín.
Los colores en sus obras pierden superficialidad, nos dan la extraña sensación de que siempre estuvieron alli, que pertenecen al material, que eran obvios en sus sitios.
Así, lo cotidiano es tomado con ternura, la materia con esfuerzo y oficio, y el arte con la dignidad del que sabe lo que tiene entre manos.
Finalmente, confieso que cuesta mucho acompañar su quehacer con palabras, porque cuesta no resumir el empeño diciendo simplemente: Tulio Romano tiene una obra llena de maravillas.
Tulio de Sagastizábal, abril de 2017